LOS DISCIPLINANTES Y LA PREDICACIÓN DE SAN VICENTE

P. José A. Heredia o.p.

Altar de la Calle del Mar

¿Quiénes eran los llamados, disciplinantes? son las diferentes personas o grupos de penitentes que acompañan San Vicente en su predicación.

Son gentes que han escuchado la predicación vicentina y se han convertido, dando así un giro radical a su vida, ayudados por el ejemplo, la enseñanza y el testimonio que brota de su figura. Es una predicación eminentemente cristocéntrica y encaminada al conocimiento y a la unión con Jesuristo, camino, verdad y vida.

Así, por ejemplo, en uno de sus sermones, concretamente en el de la fiesta de San Bartolomé, nos habla de la perfección espiritual, la cual, nos dice el santo, que requiere tres cosas: Oración espiritual, obediencia universal y aflicción de mártir[1].

Lo primero es pues, la amistad espiritual u oración espiritual, que consiste en contemplar a Jesús en su humanidad, en concreto contemplarlo en su pasión y muerte.

Lo segundo, es la obediencia universal, que corresponde a lo que sería el objetivo de la contemplación, esto es: el seguimiento de Cristo, pues su vida y sus obras son el modelo que todo cristiano deberá seguir.

Lo tercero, es la aflicción de mártir. Es decir, que uno está dispuesto a cambiar de vida y es ahí donde podemos colocar la penitencia o flagelación como signo claro y evidente de que el penitente, está dispuesto a cambiar de vida, mostrándose a sí mismo y a los demás que está dispuesto a vivir de otra manera y de que esto ha tenido como punto de arranque la predicación del Padre Vicente. Es por tanto un converso, al que la presencia de otros en sus mismas circunstancias, ayuda y refuerza.

Evidentemente, que la presencia pública de estos «cofrades», flagelantes, tiene también un sentido pedagógico pues sirve de ejemplo a los demás y muestra a las claras, la eficacia y la fuerza de la predicación, la cual no ha caído en tierra pedregosa o estéril. Así a la presencia de signos y milagros, hay que añadir la presencia de estos testimonios vivos. Ya, la vida de San Vicente constituía también una llamada a la conversión y al cambio por medio de su vida austera y entregada a la predicación por entero, a la oración, y al estudio, como elementos que sin duda alimentaban su apostolado.

La jornada vicentina, solía comenzar a las dos de la mañana, después de haberse acostado hacia las ocho de la tarde sobre un jergón o directamente en el suelo. Tras el rezo de maitines, a las tres de la mañana, hacía una hora de oración y después la flagelación. Venía luego, la preparación del sermón y con el alba los laudes, después, celebración de la misa solemne y predicación, a veces hasta de seis horas. Comida, normalmente de abstinencia, un poco de descanso y por la tarde la dedica a encuentros con religiosas, religiosos, sacerdotes, autoridades, familias etc. muchos necesitaban de su palabra pacífica y pacificadora. En torno a las veinte horas su jornada terminaba.

Por otra parte, la flagelación, que él mismo practicaba, era algo conocido. Ya San Benito en el siglo VI la proponía a sus monjes, luego esto llegó también a los laicos hasta crearse las llamadas «cofradías pasionistas» que habiendo llegado a algún que otro exceso, fueron prohibidas en el siglo XVIII.

Pero como bien podemos pensar, todo esto, responde a ese deseo de unión con Cristo y a la gravedad de la situación, marcada por grandes calamidades humanas, como la peste y las costumbres no muy edificantes de aquellas gentes, que por otra parte, vivían sumidos en la ignorancia. Estos movimientos nacían pues con el propósito de reparar, pedir perdón, en una palabra, congratularse con el mismo Cristo que se ofreció por todos y murió por todos y nos trajo la salvación, el perdón de los pecados.

Así pues, nada de extraño tiene que en la predicación de San Vicente, que eran todo un acontecimiento de masas, en donde abundaba la música y el canto, también estuvieran presentes «los disciplinantes», lo que daba al acontecimiento una especial fuerza y poder convictorio, lo cual, como podemos imaginar, era también semillero de grandes conversiones y permitía que todo ello quedara especialmente impreso en el oído, en la retina, en el corazón y en la memoria de los fieles. Ellos mismos habían visto aquellos signos y habían escuchado aquellas palabras conmovedoras y se habían sentido llamados también a la conversión.

No es fácil encontrar muchos casos así a lo largo de la historia. Nosotros tenemos la suerte de tenerlo presente especialmente en este año vicentino y sabiendo que intercede por todos nosotros ante el Padre.


[1] Jose Jaime Brosell Gavilá, La sangre de Cristo en la historia de la espiritualidad, la piedad popular y la teologia valenciana, en Facultad de Teología San Vicente Ferrer, Actas del XVII Simposio de Teologia histórica, Valencia, 2018, 173.

LA ORACIÓN Y EL ESTUDIO COMO CLAVES DEL APOSTOLADO VICENTINO

P. José A. Heredia Otero o.p.

Altar Playa

Así nos lo refiere el P. Justiniano Antist, en su biografía y que recoge del capítulo 12 de la Vida Espiritual de San Vicente:

No será fuera de propósito tratar aquí en pocas palabras algo de la regla que guardaba este santo...

Ninguno por excelente y agudo ingenio que tenga ha de dejar lo que le puede mover a devoción. Antes ha de referir a Jesucristo todo lo que lee y aprende, hablando con él y escuchándole, y pidiéndole la declaración de lo que lee.

cuando está leyendo en algún libro, aparte muchas veces los ojos de él y cerrándolos métase en las llagas de Jesucristo.

Cuando se deja de estudiar, póngase de rodillas y envíe al cielo alguna breve y encendida oración según el ímpetu de su espíritu le enseñare…pasado aquel movimiento, que normalmente dura poco, puedes hermano, encomendar a la memoria lo poco que antes leíste y Dios te dará un claro conocimiento de ello.

luego torna al estudio y del estudio vuelva a la oración, yendo y tornando por sus veces de lo uno a lo otro: porque con estas mudanzas y variedad hallarás una devoción en la oración y en el estudio más claridad [1].

Para finalizar y como hemos podido comprobar, San Vicente tiene un especial interés por la educación religiosa y moral de sus oyentes. Así, por ejemplo, su Tratado de Vida Espiritual, lo dirige a un fraile en estado de formación.

En él, se tratan temas básicos como, por ejemplo: la pobreza o el silencio.  Por la pobreza, se llega a apreciar el valor de lo terreno y el sentido de nuestra indigencia y necesidad[2]. El silencio, consiste en «refrenar la lengua para que así, pueda hablar cosas útiles y se abstenga por completo de las cosas inútiles»[3]. Es más, el silencio está en el origen de la palabra, de forma que nada es más necesario de cara a la predicación. Por eso, después de hablar de la pobreza, pasa a tratar del silencio, para que así podamos acercarnos a la pureza del corazón: «aquella que aleja del hombre, en la medida de lo posible en esta vida, todos los pensamientos inútiles, de forma que al hombre no le guste pensar otra cosa, sino de Dios o para Dios»[4].

Para llegar a tal fin, es necesaria la mortificación de la propia voluntad y la mortificación del amor propio. Con respecto a la mortificación de la propia voluntad dirá: «es necesario traer a la memoria la humildad y la durísima pasión de Cristo, el cual huyendo de quienes le querían hacer rey, abrazó voluntariamente la cruz, menospreciando toda ignominia»[5].

Aquí aparece la importancia de la educación y así afirma: «todo deseo o pensamiento que te sugiera cualquier apetito de grandeza, bajo cualquier pretexto, mortifícalo en su mismo principio o nacimiento, como a cabeza del dragón infernal, con el cauterio que es báculo de la cruz»[6].  A sí mismo: «contempla tus defectos y pecados, agravándolos cuanto puedas. Los defectos de los demás, échalos a la espalda, como si no los vieras y si los ves, procura disminuirlos y excusarlos, compadeciéndote y ayudando a quienes los tienen, en lo que puedas»[7].

Con esto se busca que el discípulo llegue al conocimiento de su propia verdad y pueda saborear dicha verdad. Por tanto, no es un discurso alejado de la autoestima; se trata de llegar al conocimiento de algo tan básico como el saber que la bondad viene de Dios y que lo bueno es don de su benignidad, así dirá que: «toda aptitud para el bien y toda gracia, así como toda solicitud para adquirir las virtudes, no la tienes por ti mismo, sino que te la dio Cristo por su sola misericordia y si quisiera, lo podría dar a cualquier renegado, dejándote a ti  abandonado en el fango cenagoso y en el lago de la miseria»[8].

Concluiremos que para San Vicente el estudio, la oración y la vida moral forman un todo y ello redundará en el ejercicio de la predicación. Esta fue su disciplina y su indicador de nivel moral, que junto al ejemplo de pobreza y austeridad le convirtieron en el gran apóstol y predicador que sigue llamando a muchos a ser luz en medio de la oscuridad y sal en medio del sin sabor.


[1] Aquí concretamente se refiere al capítulo 12 del Tratado de Vida Espiritual. Tomado de: Vicente Justiniano Antist, La vida y historia del apostólico predicador Fray Vicente Ferrer, en Alfonso Esponera cerdán, o.p., San Vicente Ferrer, Vida y Escritos, Madrid, Edibesa, 2005, p. 180.

[2] Tratado Vida Espiritual, n.1. En adelante: TVE

[3] TVE. n.2

[4] TVE. n.3

[5] TVE. n.5

[6] ídem.

[7] ídem.

[8] ídem.